martes, 26 de mayo de 2009

Decepción

Decepción

L

a idea de volver -cuando menos, a echar una mirada- me rondó durante mucho tiempo. Al fin, un buen día, me decidí.

Por razones sobradamente obvias, yo diría, las mismas que entonces motivaron mi partida, debía pasar inadvertido.

Un radiante amanecer, llegué… Alentaba el propósito de observar cuanto me fuese posible; concentraría mi atención en los sitios más conocidos, allí donde transcurriera mi infancia; donde, casi seguro, me reencontraría a mí mismo en cada piedra, río, árbol, o camino.

¡Qué desilusión! Me recibió una geografía extraña, desconocida por completo, hasta los ríos y montañas tenían otro aspecto.

¡Claro, después de tantos años!

Todo era placidez… “¿Habrán alcanzado el equilibrio por mí tan ansiado?” -pensé.

De pronto, el mundo pareció desaparecer, sumido en una espesa bruma…

Al volver de la nada estaba literalmente sepultado bajo una montaña de escombros. Hasta donde alcazaba la vista, una densa y acre nube de humo desdibujaba los objetos, confiriéndoles apariencias fantasmales. Recordé la horrísona explosión; en mi mente obnubilada parecían repetirse y repetirse hasta el infinito los ecos de la misma. No podía respirar, sólo tosía y tosía… Luego, la sensación de ahogo cedió en forma gradual, y tras denodados esfuerzos, con las manos sangrando de tanto escarbar, conseguí liberarme y escapar de ese infierno. Tendí la mirada en derredor y me sobrecogió el terror; cuerpos mutilados, sangre y restos humanos por doquier; tal era el triste panorama que ofrecía la plaza donde solía jugar de niño. La plaza… ahora… ¡convertida en cementerio!

Interrumpieron mis cavilaciones una serie de estampidos. El horror interpretaba magistralmente su mejor sinfonía. A mi derecha, un grupo de soldados le disparaba a cuanto ser vivo hallaba a su paso. Reían mientras segaban vidas en forma indiscriminada.

Volví a sentirme perseguido.

“Nada ha cambiado en todos estos años” –reflexioné.

Oculto entre unas ruinas (había tantas), esperé conteniendo la respiración, y cuando los artífices del dolor se alejaron, partí.

Horas después, fatigado, hice un alto para admirar las pirámides y descansar. ¡Las pirámides! ¡Enciclopedias de la humanidad! Sus entrañas milenarias cobijan enigmáticas leyendas e historias de vidas y muertes (muchas de ellas aún sin descifrar). Las miré embelesado, lucían como siempre; en ellas sí, el tiempo parecía detenido, no mostraban alteraciones. ¡Claro!, los innumerables saqueos y actos vandálicos tuvieron lugar en su interior y pasaban inadvertidos desde afuera.

Proseguí el recorrido envuelto en un torbellino de recuerdos; a veces, desordenados; como si los hubiesen revuelto y mezclado las deidades mitológicas del antiguo Egipto.

Por nada del mundo debía detenerme, podría resultar peligroso. Caminé y caminé... Ignoro cuánto anduve hasta llegar a El Cairo. ¡Ah! El Cairo… “La Perla del Nilo”.

Respetando la conveniencia y deseos de preservar mi anonimato, ingresé a la ciudad sin pena ni gloria.

¡El Cairo…! ¡Qué maravilla! Eterna, sagrada, imponente. Entrecerré los ojos y rememoré la última vez que la vi, ¿cuánto hacía…?

“No condicen mis recuerdos con su estado actual” -fue mi lacónica observación. Pese a mantener un gran porcentaje de la clásica línea arquitectónica, sin duda “era” otra ciudad; jamás la hubiese reconocido. Estudiándola bien, determiné: “Conserva, eso sí, la armonía de siempre, su espíritu apacible permaneció intacto; sigue siendo un remanso de paz…”

¡Otra vez me equivocaba…!

Varios encapuchados corrían calle abajo, llevando a la rastra a dos mujeres y un niño. En su persecución, con la ira reflejada en los rostros, un grupo de guerreros disparaba sus armas. El tiroteo inicial, al multiplicarse, pareció abarcar toda la ciudad.

Previendo posibles situaciones semejantes, me refugié en un viejo edificio abandonado. Acurrucado, aprovechando la endeble seguridad que ese escondrijo brindaba, pasé la noche. Al despuntar el alba, aunque lejos, seguían las detonaciones, gritos y carreras. La demencia humana cimentaba su “trono” en la cúspide del poder, y la crueldad disfrutaba al pisotear los derechos del más débil, despreciando los mandatos divinos.

Había regresado con la convicción de lograr definitivamente la unidad universal, la hermandad del género humano…

“¡Iluso de mí! –Me dije-, ¿es que nunca aprenderé? Si antes fracasé, ¿cómo pude ser tan ingenuo al creer que ahora sería diferente?”

Luego, regido por un impulso natural, más propio de los hombres que de mi condición, grité con la mandíbula apretada:

-Yo… ¿Volver al Gólgota…? ¡Jamás! ¡No lo merecen!

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