martes, 26 de mayo de 2009

Desencuentro

Desencuentro

T

enía el ánimo por el suelo, llevaba varios días sin ver a su novia. Ana solía desaparecer de la noche a la mañana, a veces hasta quince días o más; y él aguardaba pacientemente su regreso. Pero hoy sería distinto, la buscaría, no soportaba la espera.

Luego de arribar a esta determinación, la llamó por teléfono; como atendió el contestador dejó un mensaje citándola para esa tarde en el banco de la plaza, el de siempre, “su” banco.

Sabía de sobra cuál era, lo visitaban casi todas las tardes. Es decir… cuando Ana “no se fugaba”.

Lleno de optimismo, salió silbando del departamento, pasaría deambulando las horas hasta el atardecer, y luego… a la plaza.

Recordó sonriendo las continuas bromas de sus compañeros en la oficina: “Juan es muy buen mozo y mira mucho a Ana.” “Que si esto, que si aquello...”

¡Habladurías! Puras habladurías. Su Anita estaba más allá de cualquier comentario malintencionado y sin fundamento.

“Ella es especial” -se dijo, tratando de afianzar su seguridad.

En realidad, distaba mucho de tal convencimiento. Divagando de esta suerte se le fue la tarde y, ya oscurecido, decidió ir al departamento de su novia.

“Le daré una sorpresa” –pensó-, se alegrará, seguro.

Tarareando una melodía marchó a paso rápido, lo consumían las ansias de tenerla entre sus brazos. Casi llegando encontró un puesto de flores y compró un ramo precioso; esas flores eran muy poco, pero hablaban de su amor por Ana, su Ana. Superarían ampliamente a las palabras para expresar sus sentimientos.

¡Al fin… el ascensor! Le pareció que tardaba un siglo en llegar al décimo piso, nunca iba tan despacio. “¡Paciencia!” –gritó-. Una mujer, que descendía en el octavo, lo miró con conmiseración. “Hay cada loco” -reflexionó, sonriente.

Tomás revisó la corbata y ajustó el nudo; luego alisó las solapas del saco, quitó una pelusita de la hombrera y oprimió el pulsador del timbre.

¡El mundo pareció explotar!

La puerta del departamento, arrancada de cuajo, dejaba entrever el interior; un total revoltijo de objetos irreconocibles, cubiertos de polvo y humo.

Médicos, policías, bomberos, peritos y fotógrafos, entraban y salían presurosos. Ese enorme despliegue de gente confirmaba la magnitud de la catástrofe.

Al arribar los paramédicos portando una camilla, los interceptó en la entrada el policía uniformado.

-Tendrán poco trabajo, los ocupantes murieron.

Cuando los camilleros lo retiraban Tomás volvió a la conciencia. Como en un sueño, sin entender, escuchó frases deshilvanadas.

-Y, sí, seguramente un escape de gas –expuso uno de los técnicos-, al accionar el timbre produjo una pequeña chispa y originó la explosión.

-¡Lástima de matrimonio…! Tan jóvenes y morir así, en la cama –comentó el médico.

-Sí, Ana y Juan, según esta pulsera –agregó un oficial-, falta establecer sus identidades.

La camilla se alejó, una de las ruedas chirriaba levemente. En el pasillo, deshecho, como un cuerpo desmembrado, algo que hasta poco antes fuera un primoroso ramo de flores.

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