martes, 26 de mayo de 2009

La mordaza de las ánimas

La mordaza de las ánimas

P

arece una casa de tantas; sin embargo, no es así. Está en un barrio tradicional del pueblo, un barrio cargado de historia.

Don Patricio, el dueño anterior, pasó en ella gran parte de su vida y al venderla, se mudó a una cuadra de acá. No sé con exactitud cuándo la ocupamos; recuerdo, eso sí, fue un treinta de diciembre, el mismo día de la desaparición de Don Comba (hace más de treinta años).

Siempre me sentí orgulloso de nuestra modesta vivienda, aunque mi insaciable curiosidad y exceso de imaginación respecto a ella me causaran más de un sobresalto. Hará aproximadamente quince años conversaba yo con un vecino sobre su antigüedad y terció ocasionalmente en la charla Don Juan, cuñado del antiguo propietario; según él andaría pisando el siglo, o tal vez más.

-Miren -dijo-, el ferrocarril se inauguró en 1889, poco después construyeron los corrales para embarcar la hacienda e instalaron las vías secundarias utilizadas para agregar o quitar vagones. La "playa de maniobras ", que le dicen.

-Las vías todavía están -aduje-, en cambio, al embarcadero lo desarmaron hace poco.

-Así es, para efectuar los trabajos vino gente de otro lado y una cuadrilla de esos obreros paró una temporada en la casa. Eran hombres solos y, por lo visto, bastante descuidados. Una noche pusieron sobre varios adobes una chapa y encima encendieron fuego para asar. Cansados, bien comidos y mejor bebidos, se fueron a dormir sin percatarse de que había un leño a medio quemar; poco después el tizón cayó sobre el piso de madera y cuando se dieron cuenta era tarde; el fuego devoró en minutos las alfajías de pino. Por tal motivo el dormitorio grande tiene piso de cemento; antes de ese asado era de madera, idéntico al del comedor.

Enterarme de ello y comenzar mis desdichas fue todo uno. Para un mejor entendimiento voy a explicarlo de la manera más sencilla posible, aunque el asunto es bastante complicado; yo aún no lo puedo comprender.

Cierta noche me despertaron voces y ruidos provenientes de ningún lado, y de todos a la vez; sonidos extraños, muy extraños. Al regresar plenamente del sueño y en posesión total de mis sentidos, dichos sonidos me hicieron erizar los pelos de la nuca. ¡Un susto mayúsculo!, lo que se dice un "julepe" de lujo. Descubrí que por misteriosas circunstancias, imposibles de descifrar por mí entonces -y ahora-, aparentemente estaba en contacto con los personajes -mejor dicho, con las almas- de los responsables un siglo atrás de quemar el piso de mi dormitorio. Un fenómeno paranormal, así los llaman, ¿no?

Pronto llegué a identificar con precisión la voz de cada uno de ellos: Pedro, Ramón, Aniceto, Andrés y "El Floro", este último estaba a mi lado, casi en la mesita de luz; al principio temí tocarlo al estirar la mano (luego comprendí lo ridículo de la idea, jamás nos encontraríamos físicamente). Pensé: “¡claro!, ellos ocupan otra dimensión”. Realicé muchísimas pruebas: encender el velador -desaparecían como por arte de magia-, levantarme sigilosamente y caminar por la habitación en la penumbra -continuaban como si nada-, mis continuos desplazamientos no afectaban sus actividades. Muchas veces intenté “tropezarlos” sin conseguir el menor roce, debían tener un sistema de detección similar al de los murciélagos, permitiéndole toda clase de movimientos en la oscuridad (o quizás fuese a causa de las “distintas dimensiones” mencionadas). Cuanta vez les hablé, quedé sin respuesta. “Tal vez no me oyen, o me ignoran” -supuse. Lo más curioso del caso... sólo yo pude "gozar de su compañía”, mi familia ni se enteró; llegaron incluso a poner en duda mis facultades mentales... ¡Yo también!, la verdad (como es lógico, me cuidé muy bien de decirlo). En ocasiones, durante las siestas de estío, los oía andar en el patio: jugaban a la taba o a las cartas, hablaban, cantaban y proferían estruendosas carcajadas; posiblemente festejando alguna ocurrencia graciosa, cuando quería enterarme de qué se trataba parecían adivinar mis intenciones y bajaban las voces hasta convertirlas en susurros, y yo, quedaba en ayunas. Sinceramente, me sentí vigilado. Sí, me "espiaban" y se burlaban de mí, sus reacciones tan rápidas así lo indicaban. Durante años, su intromisión en mi vida llegó a constituir una verdadera obsesión; me sentí expuesto en todo momento y circunstancia a la caprichosa curiosidad ajena, desprovisto de intimidad, con mi vida controlada, “sitiada”, si cabe la expresión.

Estaba harto de esta situación cuando un hecho fortuito aportó la solución tan anhelada. A fines de octubre de 1996 hicimos colocar una hermosa cerámica sobre el cemento y las "visitas de las ánimas" cesaron como por ensalmo. Cuando ya desesperaba de poder eliminar (o neutralizar) a tan atrevidos y molestos intrusos, la casualidad lo hizo posible. A pocos días de “expulsados” los merodeadores sufrí un accidente laboral y fui internado en un sanatorio de Venado Tuerto, donde permanecí una temporada acompañado por mi esposa. En las interminables horas de reposo absoluto tejí mil conjeturas sobre tan sorprendentes personajes y tan extraña aventura; ¿habrían vuelto?, en algunas ocasiones se marcharon una temporadita, pero siempre regresaban. Durante esas ausencias los imaginé visitando a otras personas.

¡Ah!, gracias a ellos descubrí la verdadera historia del pueblo, distaba mucho de ser como la conocíamos. ¡Cuántos "chismes" de personajes importantes...! ¡La de amoríos clandestinos y maridos engañados...! ¡Realmente, valió la pena convivir con estos personajes! (O sus ánimas, para ser más exactos).

En el período apartado de ellos... ¡los extrañé muchísimo! ¡Me dominaban las ansias de volver y encontrarlos! ¡Los necesitaba! ¡Eran mis amigos! Así, separados, me faltaba algo.

¡Al fin, de nuevo en casa...!

Reinaba la calma más absoluta; aparentemente la "mordaza de las ánimas" dio resultado. ¡Creer o reventar! Entonces, sentí lástima, se habían ido para siempre.

Estimado lector: a mí me dicen "Cacho." Un día partiré de este valle de lágrimas y tal vez en el más allá consiga ubicar a las traviesas almas errantes que me visitaron y compartieron conmigo tantos momentos -quién puede saberlo-; si tengo esa suerte, con toda seguridad volveremos a la casa. Todo es posible, ¿cierto?

Si esta propiedad sale a la venta, por más barata y ventajosa que resulte la operación... ¡no la compre! Desoiga el canto de las sirenas -como hiciera Ulises en su momento-, ¡hágame caso! De lo contrario, se expondrá a vivir el desasosiego y la ansiedad sin límites soportados por mí tanto tiempo. Si desoye mi sugerencia y retornan "las ánimas", al menor atisbo de "su presencia" coloque una alfombra –a mí no se me ocurrió, pero puede dar resultado-; caso contrario… ¡rompa cerámica y cemento! ¡Sin lástima!, deje el piso de tierra; con mucha suerte eludirá a los molestos visitantes del más allá. Pero... si usted se cree medianamente inteligente, llévese de mi consejo y no la compre... recuerde... ¡NO LA COMPRE!

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