martes, 26 de mayo de 2009

La pedrada

La pedrada

-¡A

güelo, tatita... iá preparo el mate! ¿Qué me va´a contar esta vez?

-Mirá, es una historia muy linda; lo que le sucedió hace mucho tiempo a un changuito, más o menos de tu edad.

-¿Un changuito?

-¡Ajá! Era pastor en estos valles, como vos y tu tata; como yo cuando andaba sin muletas, antes del accidente. ¡Andá!, cuando vengás con el amargo te...

-Enseguida, agüelo.

Salió presuroso el niño y don Juan, con los ojos entornados, recordó los hechos.

Un día viernes, bien temprano, “mama” Ángela lo llevó hasta el pueblo, era la segunda vez que lo hacía. El año anterior, por Navidad, participaron del pesebre viviente. Como buen pastor llevó un corderito recién nacido; no entendió toda esa ceremonia, pero igual le gustó. Además, era su primera visita al pueblo.

Volvió a rememorar ese día; parecía que los recuerdos cobraban mayor intensidad, golpeando brutalmente en su cerebro.

Al atardecer se concentró un gran número de personas frente a la iglesia y comenzó a desplazarse por las calles, rezando y cantando; la marcha se fue haciendo cada vez más lenta.

De pronto contempló horrorizado el terrible castigo aplicado a un hombre que se arrastraba penosamente transportando una pesada cruz de madera sobre sus espaldas. Quien más se ensañaba con él era un soldado de elevada estatura. Provisto de un látigo azotaba al indefenso sujeto que proseguía su marcha con evidentes muestras de fatiga, mas esto no hacía sino aumentar la ira del desalmado individuo; ciego de furor golpeaba más y más, como disfrutando intensamente con cada quejido de su víctima.

Juancito, con la pureza e inocencia de sus escasos siete años, no podía entender cómo la gente permanecía impasible ante el triste espectáculo. Hasta la mama caminaba a su lado sin preocuparse demasiado por la suerte de aquel infortunado a quien todos maltrataban.

Sintió algo que le quemaba el pecho. No podía permanecer indiferente.

Si nadie reaccionaba... ¡él lo haría!

Se apartó varios pasos y metió una mano en la mochila; tanteó con los dedos la honda que utilizaba con gran destreza cuando cuidaba del rebaño y la extrajo con el odio latiendo en la mirada. Preparó el guijarro, se afianzó en los pies y, tras revolear la diestra con energía, realizó el mejor disparo de su vida.

¡Un tiro formidable! ¡Certero!

El proyectil impactó en la frente del gigantón produciendo una explosión terrible. Al rodar por el suelo la cabezota de cartón retumbó con el fragor del trueno.

-Mi´jo... ¿por qué lo ha hecho?

-Y... mama... le pegaban tanto, ¡pobre!

-No, no le pegaban...

-¿Cómo no? Si yo lo vi...

-No. Hoy es Viernes Santo, ¿sabe? Le via´ explicar...

Durante el regreso le refirió la historia de Dios hecho hombre. Cómo, por salvarnos, ofrendó su vida. El niño asentía con la cabeza en señal de comprensión.

-Mama, entonces ¿todo eso pasó? ¿Lo mataron?

-Sí, Juancito.

-¿Y nadie lo defendió?

-No, desgraciadamente faltó alguien como vos, con sentimiento y coraje suficiente para intentar lo que hiciste. ¡Hijito, estoy orgullosa de vos!

-Agüelo... el mate... ¿qué le pasa?

-Nada, querido. Nada.

Dos surcos húmedos brillaban en las mejillas del anciano.

-¿Está “yorando”?

-No, es el humo nomás... ¡esa leña verde...! ¡Venga, arrímese, le via´ contar la historia...!

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