martes, 26 de mayo de 2009

Legítima defensa

Legítima defensa

C

uando la señora Miller llegó a la mansión advirtió ciertas anormalidades. Las persianas y celosías cerradas a las nueve de la mañana, más las luces del parque y la cochera encendidas acabaron de convencerla. “Algo raro pasa” -pensó. Abrió la puerta de servicio y, con recelo, ingresó en la vivienda. Recorrió las dependencias, nada escapaba a su experta mirada. En el cuarto de baño: útiles de afeitar, cepillos de dientes, toallas, cada cosa en su lugar. La cama parecía recién arreglada, el señor no la había utilizado. “Seguramente pasó la noche en el gabinete trabajando -estimó-, y con el entusiasmo y la ansiedad por su nueva obra no apagó las luces. Un simple olvido”.

Algo más tranquila, volvió a la cocina y preparó el desayuno. Tarareando una vieja melodía subió las escaleras con el servicio, bastante demorado ya a causa del susto y la gira de inspección por la planta baja.

Se reavivaron sus temores al ver la llave en el ojo de la cerradura. La primera vez en los ocho años que llevaba en la casa. “Tendrá sus razones para ello” -supuso, dejando la bandeja sobre una mesita cercana. Volvió hasta la puerta y llamó.

-¡Señor, señor, el desayuno!

Aguardó en vano unos instantes y comenzó a golpear con los nudillos.

-¡Por favor, señor!... ¿Qué está pasando? -No hubo respuesta.

Alarmada, llamó a la policía.

Linares Sotomayor, con treinta y cinco años, adinerado y buen mozo, además de notable escritor, llenaba de fantasías e ilusión a más de una jovencita. Él prestaba escasa atención a cuanto lo rodeaba. La Literatura constituía su pasión.

Ganador del Miguel de Cervantes, aspiraba obtener en su próxima edición el Pulitzer de Oro, y ¿por qué no?, el Nobel de Literatura.

Su novela "La Ejecución" -en vísperas de ser editada-, apenas apareciera haría furor. ¡Estaba seguro! Lograría uno de los premios ambicionados, o ambos.

Se sentía orgulloso de su obra. Lectores, críticos de arte y algunos colegas cuestionaban su estilo, debido sin duda al crudo lenguaje que utilizaba y la dureza en el trato de situaciones y personajes.

Llevaba varios días trabajando hasta el agotamiento. El esfuerzo valía la pena; sería recompensado con creces. En pocas horas terminaría la revisión de su obra, cuando la entregase al editor tendría tiempo de descansar y disfrutar. Si todo marchaba según sus cálculos, después de recibir el reconocimiento por su labor, tomaría unas vacaciones.

Tuvo conciencia de la realidad en forma repentina. Él, Alfredo Llompart, era el peor de los asesinos. Fue obligado a proceder así, manejado con hilos invisibles, como una marioneta. Presionado por decisiones ajenas cometió los crímenes más horrendos.

Asesinó a dos viejecitos sólo por el placer de ver sus rostros en el preciso instante de la muerte. Ultimó a una joven madre y su criaturita para satisfacer su morbosa curiosidad, descubrir qué sensación se experimenta ante un hecho semejante.

Lamentaba sus actos, mas esto no cambiaría la situación. En fecha próxima iba a ser apresado, juzgado y condenado. No podía esperar clemencia. Sin duda le aplicarían la pena máxima. Sería ejecutado. ¡Ejecutado...! ¡Ejecutado...! Esa palabra le martillaba en la mente. Algo se rebeló en su interior. "Debo cambiar el curso de los acontecimientos –razonó-. No me quedaré de brazos cruzados mientras me llevan al matadero".

Miró en derredor. Libros y más libros llenaban la estancia.; la mesa cubierta de papeles, una vieja máquina de escribir patas para arriba y ante ella, dormitando, Carlos.

Alfredo se desplazó por la habitación con infinitas precauciones, despacio y cauteloso al principio y luego, con más confianza y velocidad.

Una diabólica sonrisa jugueteó en su rostro. El brillo demencial de las pupilas reflejaba una decisión criminal. "Puedo hacerlo -se dijo-, lo voy a lograr. Además de salvar mi situación me vengaré de él, el único causante de todos mis males. Tras obligarme a cometer las peores atrocidades me denunció para que sea eliminado sin tener la mínima posibilidad de defensa, y él, como siempre, quedará al margen de toda responsabilidad. Ha torturado a muchos seres desvalidos e inocentes, pero no volverá a hacerlo. Yo lo impediré”.

Con toda tranquilidad repasó los objetos que lo rodeaban, registrando los detalles en su cerebro. En segundos planeó el asunto. El golpe iba a llevar su firma, lo ejecutaría con la mayor limpieza. Era un plan genial. Una obra de arte.

Sin vacilar puso manos a la obra... En pocos minutos concluyó todo.

Los policías lucían desorientados. Entre un total desorden de papeles: fotógrafos, técnicos, peritos, médicos (una verdadera legión de hombres yendo y viniendo) y en el centro de la escena, el cuerpo de Carlos Linares Sotomayor con la cabeza sobre el escritorio.

-Debemos ser cautos hasta realizar la autopsia. Según mi apreciación inicial fue ultimado con un instrumento de filo perfecto. El corte es sumamente preciso. Al seccionar la yugular le ocasionó la muerte en forma instantánea.

-¿Doctor, a qué hora establecería su deceso?

-Hum... a juzgar por el "rigor mortis", y teniendo en cuenta la elevada temperatura del estudio, lleva muerto entre ocho y diez horas…

-Podremos determinarlo con mayor precisión tras las pruebas de laboratorio -agregó el patólogo.

Los funcionarios, tras escuchar la opinión de los especialistas, prosiguieron con sus tareas.

-Señor, observe -el agente uniformado señalaba el piso.

Sobre la gruesa alfombra se apreciaban pequeñas manchas de sangre que iban desde la mesa a la puerta, y en la llave, aún en la cerradura, detectaron también una levísima mancha. La puerta, pese a ser violentada con palancas, se hallaba intacta; posibilitando la labor de los técnicos.

Concentraron su atención en el escritorio donde se encontraba la última obra del artista, "La Ejecución".

Junto al montón de folios sueltos que la componían, una lámina exhibía la ilustración de la portada. Una hermosa daga árabe de exquisita manufactura, con la hoja cubierta de sangre. Se miraron desconcertados. Enfrentaban un verdadero misterio: en la habitación, cerrada desde el interior, sólo estaba Sotomayor. ¿Quién lo asesinó?

Descubrieron que a la novela le faltaba el comienzo del sexto capítulo; titulado, según el índice: “¡Éste es el asesino!” Para acrecentar el desconcierto, la llamativa daga de la tapa aparecía como el arma homicida. La sangre sobre la hoja de acero lucía brillante. ¡Un verdadero desafío! ¡Totalmente increíble!

La mayoría dudaba. Creció el desaliento. Enfrentaban el crimen perfecto...

De pronto, resonó una estruendosa carcajada en las inmediaciones del edificio. Como una provocación, se repitió con mayor intensidad.

Uno de los uniformados se asomó por la ventana.

-¿Qué pasa, agente, divisó algo?

-No, señor. Los árboles impiden la visión de un sector del parque.

Tras los arbustos brotó la alegre risotada en jubiloso festejo. Danzando en alas del viento, buscando la libertad que antes le fuese negada, la tan ansiada libertad de los espacios infinitos, se alejó y alejó... Hasta desaparecer, hasta mimetizarse con... ¡la nada!

¡Una simple e inocente hoja de papel con una gota de sangre…!

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