martes, 26 de mayo de 2009

El relato de Don Ovidio

El relato de Don Ovidio

C

omo de costumbre, encontré a don Ovidio entregado a su labor. Nadie como él para trabajar en sogas. Primorosos juegos de riendas, bozales, maneas y otros artículos salían de sus manos prodigiosas.

-Demoraste mucho –fueron sus palabras-, calculé que ya no vendrías.

-¿Cómo? Por nada del mundo faltaría a nuestra cita, sobre todo hoy... Mi curiosidad no lo habría permitido.

Diligente, preparé el mate. Amargo, suave, no muy caliente, acorde al gusto de don Villalba.

-Mirá, como te anticipé, hay una historia muy sabrosa para hoy; tan sabrosa como este cimarrón. Ahí va...

“A fines del siglo XIX, antes de la fundación del pueblo algunas familias ya se habían asentado en la región, sobre todo por la calidad del agua, la mejor en muchas leguas a la redonda.

“Dos ranchitos, uno donde actualmente está el Frigorífico Argentino y el otro en el lugar que ocupan las instalaciones de la ex feria Brebbia Hermanos. Nos referiremos a este último. -Asentí mientras le alcanzaba el mate-. Los indios merodeaban continuamente, intentando alzarse con cuanto animal u objeto de valor se pusiera a su alcance, casi siempre en ausencia de sus dueños o aprovechando cualquier descuido de estos. Una mañana, bien temprano, salieron de cacería el padre y tres de sus hijos, ya muchachones.

“Abundaban los venados y “ñanduces”, zorros, gatos monteses y, en ocasiones, algún ternero o yeguarizo sin dueño conocido o visible. Todo bicho era bien venido y prestaba su utilidad. Sabrás, por ejemplo, lo codiciados que eran por esa época los tendones de avestruz para coser y atar; lo mismo que la carne y el cuero de venados y potros, hasta la grasa se usaba para los candiles; con decirte que las iguanas y comadrejas se empleaban sin desperdicio. No se tiraba nada”.

Subyugado por lo ameno del relato, hice un leve gesto de entendimiento a mi amigo al tiempo que le alargaba otro amargo.

“En “las casas” quedó la madre con dos criaturitas de pecho más una mocosita de escasos seis años y un “buche”[1] que andaría por los nueve y pico. Éste último, juguetón y travieso; la piel de Judas, como decimos vulgarmente.

Andaba este curioso personaje arrastrando una pierna, resultado de su última hazaña; montar el potrillo bayo “pa´ sacarle las cosquiyas”, según su propia expresión. La jornada transcurría sin sobresaltos; lo que se dice un día tranquilo. Nada hacía presagiar la tormenta que se avecinaba.

A media tarde, “Gorrión”, el domador rengo, alertado por el alboroto de unos teros, advirtió a un grupo de “pampas” y avisó a la “mama”, señalando el rumbo que traían los invasores.

Rápidamente abandonaron el lugar. La madre con los más pequeñitos en brazos y la “chinita”, se escondieron en un pajonal cercano; el “buche” como no podía caminar con agilidad se ocultaría en un montón de pasto seco preparado para forraje de los caballos o en el aljibe que proveía de agua a la familia. Llevaba una cañita de tacuara con un pequeño faconcito atado a la punta con tientos de potro. Mi “lansita” -decía muy ufano.

Los merodeadores estudiaron la escena y confirmada la ausencia de defensores, avanzaron desdeñando toda precaución; gritando, enarbolando lanzas y hachas en señal de desafío. Al no correr peligro eran muy valientes.

En poco tiempo saquearon el rancho: harina, yerba, azúcar y, lo más importante para ellos, unos porrones de “giniebra” que fueron tomando entre alaridos, cánticos y extrañas cabriolas, imitando exóticas danzas.

Degollaron una oveja e intentaron infructuosamente de incendiar el techo de la humilde vivienda, conformándose al fin con pegarle fuego al pasto amontonado.

La madre, desde su precario escondite, apreció angustiada la dimensión de la hoguera. Enloquecida de espanto, permaneció en el refugio, sin atinar a moverse; de ser descubiertos morirían todos.

El sol finalizaba su diario paseo cuando los “maloneros”, a contraluz, distinguieron por el poniente una tenue nube de polvo. Alguien venía, seguramente los moradores del lugar. Cargaron prestamente sobre la cruz de un animal la oveja sacrificada y montando “a lo indio”[2] se marcharon por el norte. Uno de los aborígenes, desdeñando los corderitos de la oveja muerta que balaban lastimosamente, miró codicioso a una gallina gorda que entraba en el horno del pan, “duerme ahí” -pensó, y corrió dispuesto a capturar a la exquisita e indefensa presa.

El dueño de casa y sus acompañantes llegaban en tropel, alarmados por el humo y las llamas, temían lo peor.

La mujer, al saberse segura, regresó con los más chicos.

El nativo rezagado introdujo la cabeza en la boca del horno; su alarido fue escalofriante, la muerte se enancaba en él. Los miembros de la familia contemplaron atónitos la escena. El indio parecía forcejear aferrado a algo en el interior del horno, sus pies se elevaron un tanto, en un aparente intento por afianzar la vida; por el “lomo” del salvaje asomaba, ensangrentada, la diminuta punta del faconcito”.

Volví a la realidad. En la mano sostenía distraídamente el mate, con el entusiasmo lo había olvidado por completo.



[1]/ Buche/a: vocablo usado en lugar de “niño/a” en el sur de los departamentos Marcos Juárez y Unión (Córdoba.) N. /A.

[2]/ montar “a lo indio”: “en pelo”, estribaban encajando entre los dedos del pie descalzo una soga de cuero crudo provista de un nudo. Nota del Autor.

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