martes, 26 de mayo de 2009

El rostro en el espejo

El rostro en el espejo

L

a vida, regida en ocasiones por designios misteriosos, entrecruza circunstancias y momentos cronológicos y nos conecta con acontecimientos, sitios o personajes.

Tal es el caso de esta historia, basada en hechos reales, donde se incluyen sólo las iniciales de los apellidos de los protagonistas; conservando, eso sí, sus nombres de pila.

Hace algunos días tomé conocimiento del Certamen Literario con motivo del homenaje a Marcos Ciani y de inmediato me sedujo la idea de participar. No por el posible premio o galardón a obtener -vana ilusión, además- sino como una manera a mi alcance para destacar tanto los valores humanos (espirituales y morales) cuanto los deportivos del mencionado automovilista.

(Sinceramente, pienso, será un pobre reconocimiento de los escritores zonales, a quien tanto merece).

Para documentar esta modesta obra sobre el destacado piloto de Venado Tuerto, solicité a Daniel B. (vecino del barrio, camionero para más datos), la información que me pudiese suministrar: revistas, anécdotas; en fin, lo que fuere.

En ese preciso instante -según lo expuesto más arriba- el destino tomó arbitrariamente las riendas del asunto y entretejió a su antojo la trama correspondiente.

Los hechos:

-Mire, en la casa paterna debe haber fotos y revistas, con seguridad –respondió mi amigo Dany-. ¿Qué historia puede ser?

-Cualquiera, real o imaginaria. Desde luego, siempre relacionada con Marcos Ciani.

-Le hablaré de “el rostro en el espejo” –dijo sonriendo con picardía.

-¿Cómo? ¿Qué rostro? –no entendí nada.

-Ya lo sabrá, al final llegaremos a él.

-Bien, te escucho –me armé de paciencia, (intuía la pérdida de tiempo).

-Tal vez le sirva lo que me sucedió de chico…

-No sé, vos dirás…

-Y, por ahí me falla algún detalle, como hace más de cuarenta años… Yo era un pibe cuando conocí a Don Marcos y en circunstancias muy especiales. –Observé que pronunciaba el nombre con veneración algo exagerada, a mi entender.

-¿Cómo fue…? –El asunto ahora comenzó a interesarme, y mucho, por supuesto.

-Veremos qué le parece. Un día, jugando con otros chicos me clavé un palo en el ojo, ¡qué dolor terrible!, –contrajo el rostro ante la evocación-. Para colmo, mi viejo andaba de viaje[1]. Claro, que siempre, hasta en los peores momentos, llega una solución. Ahí fue cuando entendí lo justificado del dicho: Dios aprieta pero…

Consumido por la lógica impaciencia, aguardé un instante; posiblemente, esa pausa le era imprescindible para escarbar en la memoria.

-Mi papá (Humberto B.) era muy amigo de un hermano de Don Marcos, Victorio Ciani. Creo que compraba y vendía autos, aunque no estoy seguro.

-Está bien, es un detalle menor –aduje, restándole importancia.

-Mi mamá al verme sangrando se desesperó, no sabía qué hacer. De yapa, en el hospital de Arias los médicos dijeron desde el principio: “lamentablemente, perderá el ojo”. Y yo, a pesar de los calmantes recibidos; no paraba de llorar, me dolía una enormidad.

Volvió a refugiarse en un breve silencio, tal vez procurando así minimizar el vívido y traumático recuerdo.

-Me imagino –dije, sin advertir lo inútil y tonto de mis palabras.

-Mi vieja (Nélida C. de B.), ¡pobre…! Lloraba y lloraba a mi lado. El abuelo intervino para calmarla (vivíamos con él). Este abuelo, José C., fue un excelente mecánico y camionero; él me enseñó a trabajar. Mi vieja recapacitó y siguiendo el consejo del padre, llamó a Don Victorio y le expuso el caso. “Quédese tranquila -respondió con su acostumbrada cordialidad-, ya salimos para allá; todo andará bien”.

-Menos mal –otro comentario mío, tanto o más desubicado.

-Optaron por llevarme a Venado Tuerto. Y yo, para colmo, dominado por el dolor y el susto, casi no veía. De pronto, incrédulo, refregué el ojo sano para aclarar la visión. No sufría de alucinaciones. No, era él… Allí estaba Don Marcos ¡nada menos! y al volante de un auto nuevito (me parece que un Falcon). Don Marcos Ciani, todo un señor, y como tal, imbuido de su espíritu solidario, se puso incondicionalmente a nuestra disposición para lo que fuese. ¡Sin conocernos tan siquiera!

-¡Un chofer de lujo, verdaderamente! –Mi comentario esta vez era más atinado.

-En Venado recorrimos los centros médicos más importantes, en todos reiteraron el diagnóstico: “ese ojo está irremisiblemente perdido”. Se puede imaginar, mi mamá lloraba más que yo. Claro, ella veía la situación en su real magnitud; y yo, pibe todavía, no caía en la cuenta del futuro que me esperaba.

Al contemplar un panorama tan sombrío Don Marcos propuso ir a Rosario, donde seguramente contarían con recursos tecnológicos más avanzados. Ella se opuso, estaba descorazonada, entregada. Los hermanos Ciani insistieron con mil argumentos hasta convencerla. El conductor esta vez corría contra el tiempo, cuanto más demorasen en atenderme, menos posibilidades habría. Llegamos a Rosario en un suspiro. Fue la mejor carrera de su vida, al menos para mí. -Asentí en silencio, temiendo que cualquier interrupción pudiese romper el hechizo y malograr el final de tan interesante historia-. Don Marcos, con su proverbial capacidad de raciocinio, no estaba errado. Él tenía muchos amigos y eso facilitó bastante las cosas. Consultamos varios especialistas hasta dar con el mejor; que, en un par de horas realizó una tarea digna de elogio… ¡Fíjese!, –me enseñó- ese ojo tiene una leve diferencia de color, casi ni se nota.

-¡Quedaste bien!, –manifesté para distenderlo y calmar algo su excitación-. Y lo del rostro en el espejo, ¿para cuándo? ¿Qué quisiste decir con eso…?

-¡Ah… está intrigado! –suspiró hondo y prosiguió-. Cuando desperté tenía el ojo lastimado cubierto. Por ese motivo y la falta de costumbre, miraba con alguna dificultad. En una silla estaba mi mamá dormida ¡pobre!; la vencieron el cansancio y las emociones. Fue entonces cuando descubrí cerca de mí el rostro de Don Marcos sonriendo, nunca lo olvidaré; cada vez que estoy frente a un espejo, lo veo. De verdad. Si hasta me parece escucharle decir, como en aquella ocasión: “Vamos, pibe… ¡fuerza, fuerza…! ¡No aflojés! ¡Vos podés hacerlo!”

-Creo que esa frase contagiándome confianza fue la que obró el milagro. Tengo mis dos ojos gracias a él. A él, el querido “Sapito” de Venado Tuerto. ¿Cómo no recordarlo con cariño…?



[1]/ Ambas ramas -materna y paterna- durante varias generaciones, incluyendo las actuales, tienen una fuerte relación con “los fierros”. (Camioneros, mecánicos y/o preparadores y pilotos en múltiples competencias de diversas categorías del automovilismo deportivo regional.) Nota del Autor.

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