martes, 26 de mayo de 2009

Mi amigo Ricardo

Mi amigo Ricardo

E

sa mañana en La Habana, al ver los titulares de los periódicos no pude contener mi emoción y lloré; la congoja me dominó, el dolor era muy grande, inmenso.

Ricardo, mi entrañable amigo, estaba muerto.

Nos conocimos una tarde de verano del año 65. Recorría el paraje con mi cámara fotográfica -tenía esa costumbre por entonces- cuando vi acercarse un pequeño automóvil. Recuerdo cómo me aparté presuroso para dejar libre el máximo espacio en el angosto y peligroso camino de cornisa.

Un hombre, único ocupante del coche, detuvo la marcha y descendió sonriendo mientras sacudía con energía sus ropas para librarlas del polvo.

- Hola, jovencito. Si eres tan amable, necesito que me orientes.

Devolví el saludo con simpatía mientras estudiaba al extraño sujeto -de aspecto estrafalario, casi ridículo- y, tras un breve diálogo, acepté acompañarlo hasta la mejor hostería de la región, para mí superior a todas, ya que mi padre tenía a su cargo la administración de la misma.

Descendimos un tramo del tortuoso camino -maniobra obligada para dar la vuelta, hasta con ese diminuto automóvil-; mientras cubríamos el trayecto debí responder un sinnúmero de preguntas que el viajero formulaba sin darme casi tiempo a respirar entre una y otra.

Debo decir en honor a la verdad, que a mi vez lo interrogué con el mayor tacto posible y como él no era renuente a satisfacer mi creciente curiosidad, pude enterarme de muchos datos interesantes. O sea, que en pocos minutos conocí vida y milagros del simpático turista.

De facciones alargadas, mirada distraída y nariz aguileña, sobre la cual cabalgaban unos "quevedos" diminutos; acentuaba su apariencia extravagante una gorra con la visera desmesuradamente grande. Aparentaba indolencia y desinterés por todo, con el tiempo comprobé que esto distaba mucho de la realidad. Era un observador sumamente agudo, extremadamente perspicaz.

Tenía tres nombres, y como el más fácil de recordar y pronunciar era Ricardo (según él, así lo llamaban sus íntimos), preferí hacer lo mismo. Por lo tanto, desde entonces y para siempre, fue: mi amigo Ricardo.

Manifestó que era escritor, más que escritor... ¡Poeta! Comenté sobre mi vocación. Quería ser periodista. Me instó a estudiar y estudiar sin detenerme ni retroceder ante nada ni nadie. Prometí hacerlo y aunque recién cursaba los estudios secundarios; mi decisión era firme, inquebrantable, sabía lo que quería.

¡Cómo disfrutamos esa temporada! Los días pasaron volando...

Desde la Quebrada de Los Cóndores, en el corazón orógráfico cordobés donde estaba emplazada la hostería "El Descanso", salíamos a visitar los más hermosos lugares, algunos inhóspitos y de difícil acceso; realizando caminatas y ascensiones. A su criterio, estas actividades resultaban más benéficas para su afección pulmonar que todos los medicamentos.

¡Con cuánta alegría pasamos varias jornadas acampando en las inmediaciones de la Cueva del Pajarito! Es imposible describir la magnificencia de ese paraje.

¡Qué decir de la ascensión al Uritorco!

Los días se escaparon como agua entre los dedos...

Al momento de su partida sellamos con un abrazo emocionado la promesa recíproca de mantenernos en contacto y ocultando alguna lágrima furtiva, nos despedimos.

Quedé mirando mientras el cochecito azul se alejaba, hasta desaparecer en un recodo del camino.

Estudié en la Universidad de la Docta y pasé a integrar la planta de redactores de "La Voz del Interior", con la consiguiente alegría de mi amigo que llegó a visitarme aprovechando la presentación de uno de sus libros en nuestra ciudad capital; me tocó cubrir este evento para el periódico y lo hice con el mayor placer y orgullo.

Desde entonces su carrera fue en vertiginoso ascenso, consiguiendo los máximos galardones a nivel universal. Yo, pese a estar orgulloso de él, mantuve nuestra amistad en secreto, como algo muy nuestro; nos pertenecía sólo a nosotros.

¡Qué alegría experimentaba cada vez que Ricardo lograba un triunfo más! ¡Y fueron tantos...!

En cierta oportunidad se realizó en Chile un Congreso Internacional de Escritores y fui como enviado especial. ¡Nada menos...!

Pasamos una semana maravillosa en Santiago.

Conocí muchas personalidades, verdaderos genios de las letras; me impresionó sobremanera Guy Des Cars, el célebre novelista francés, entre paréntesis, compinche inseparable de mi amigo el poeta. En charlas de café nos contó una anécdota muy interesante: “Cuando era joven -dijo- veníamos en las vacaciones a visitar a una familia chilena, los Allende. En la finca había dos adolescentes, Salvador y Augusto, hijos del dueño de casa y del administrador, respectivamente. Peleaban a cada instante, cosa de muchachos. En más de una ocasión Salvador gritaba furioso: "¡mira, franchute del demonio, en cualquier momento, te voy a matar!". ¡Qué paradoja!, ahora estos personajes vuelven a enfrentarse, uno como presidente de la nación y el otro, como jefe supremo de las fuerzas armadas de Chile, ¡toda una ironía!, ¿no les parece?”

A mi amigo se le crispaban los pelos al oír hablar del jefe militar; él y Salvador fundaron el partido Socialista Chileno y luchaban compartiendo la misma pasión y los mismos ideales, ambos soñaban con la paz en el mundo y el bienestar y la prosperidad para su patria.

Si bien nos separaba la distancia, teníamos largas charlas por teléfono y un permanente contacto epistolar. "Fue una suerte aprender a escribir, nos sirve para comunicarnos” -solía decir el eminente poeta chileno.

Nunca hay felicidad completa. Algún tiempo después, la nación transandina se vio envuelta en una serie de acontecimientos violentos. Estos culminaron con el derrocamiento de Allende y el "suicidio" del mismo en la Casa de la Moneda. Así reza en la historia.

Mi amigo, impenitente vate del amor que dejó para la posteridad su "Canción desesperada", estaba muy enfermo. Los últimos sucesos, la caída y muerte de Salvador, su amigo y compañero de proyectos, luchas y esperanzas, lo sumieron en la más profunda crisis anímica y cayó en un estado depresivo imposible de superar.

Fui a visitarlo. Llegué a Isla Negra al amanecer. Allí, en lo que me pareció más que nunca un santuario; como un asceta, con el recogimiento y la unción de un beato, me esperaba Ricardo.

Lo encontré muy mal. Traté por todos los medios de entretenerlo, pero él, recurrentemente volvía sobre un tema que lo obsesionaba y por fin, dijo: “Estoy convencido. Lo de Salvador no fue suicidio, lo mataron...” Lo miré, sin replicar; pensé que no estaba desacertado, yo sospechaba lo mismo.

Ricardo conservaba la lucidez mental de siempre, pero la luz de sus ojos no tenía la intensidad habitual, este detalle por sí solo proclamaba la gravedad de su estado. En el momento de la despedida, como algo muy meditado, manifestó: “Querido amigo, posiblemente atenten contra mi vida. Si muero dentro de poco, como Salvador, seré un mártir más de la patria; exterminado por la ignominiosa ambición de un sistema poderoso y despiadado”.

Nos dimos un último abrazo y emprendí el regreso.

Me encontraba en Cuba, asistiendo a una serie de conferencias científicas, cuando una mañana me enteré: mi amigo Ricardo había muerto.

Al pasar ante un puesto de diarios, vi en la primera plana los titulares. "La Humanidad perdió a un grande. Pablo Neruda pasó a la inmortalidad".

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