martes, 26 de mayo de 2009

Un caso extraño

Un caso extraño

N

unca quise referir esta historia, ahora verán el motivo. En cierta oportunidad me aconteció algo realmente extraño, por cuya causa viví momentos de intenso desasosiego; de pronto, la solución –como sucede la mayoría de las veces- llegó de manera fortuita.

Hace dos años, en pleno invierno, realicé un viaje hasta la estancia "El Zorro" (casi olvido decir que poseo un pequeño camión). Partí a media mañana, con bastante desconfianza a causa del tiempo, lloviznaba y tendía a empeorar; me preocupaba el estado de los caminos, cuando caen cuatro gotas se tornan intransitables.

El agua no aflojó en momento alguno; por suerte descargamos sin problemas en un enorme galpón y emprendí el regreso como a las diez de la noche; desoyendo la invitación y los consejos del encargado respecto a pernoctar en la estancia. Muy cordialmente ofreció alojarme y yo –con delicadeza, para no ofender su espíritu solidario-, rehusé agradecido. Justifiqué mi apuro alegando un compromiso, inexistente, desde luego.

Apenas salí del campo comprendí que la cosa no iba a ser fácil; se formaron muchos charcos, y los que encontré al venir crecieron hasta alcanzar dimensiones sobresalientes. Pensé regresar y aceptar la hospitalidad ofrecida, pero el amor propio y la dificultad de maniobrar para pegar la vuelta en esa calle tan angosta, lo impedían. Por lo tanto, a marcha muy lenta -al tranco, como quien dice- continué el penoso avance. Recorrí un buen tramo y de pronto las luces dieron dos o tres parpadeos, “lo único que faltaba” -me dije; la idea de pasar la noche en aquellos andurriales no me seducía en absoluto. Proseguí la marcha y como la falla no se repetía, suspiré aliviado.

-¡Ah, forcito viejo, nomás, sos de fierro!, -solté eufórico; haciendo honor a la nobleza del camoncito, que luchaba arrastrándose, mientras el granizo golpeaba fieramente y el fuerte viento del norte intentaba detenerlo.

-¡Vamos, hermano, vamos…! -El grito de entusiasmo murió en mis labios. ¡Quedé sumido en la oscuridad! Accioné varias veces la llave, por si estaba ahí la falla, toqué los fusibles bajo el tablero; nada, todo normal. Tomé la linterna, descendí y miré las luces de estacionamiento; por supuesto, apagadas. La linterna estaba casi sin pilas, menos mal que el granizo había cesado; pero llover, llovía, y mucho, en pocos minutos estuve empapado.

-Encima… ¡Sobre llovido, mojado, qué suerte perra!, -dije en voz alta, como si pudiese escucharme alguien.

Revisé los fusibles con más atención, todo parecía normal; toqué unos cables debajo del tablero -podía haber uno suelto-, se produjo un fuerte chispazo y por poco me quemo los dedos. “Dormiré acá, y sin comer -pensé resignado-, de día será otra cosa”.

-¡Eh, don, abajesé[1], venga...! –Pegué un salto, miré hacia mi derecha (de ahí provenía la voz) y vi una lucecita-. Acá tiene un lugar seco y abrigao, además hay comida calientita, ¡venga, venga!

-¡Ya voy, don, enseguida! -bajé con la linterna y una llave, retiré un borne de la batería (por las dudas) y me dirigí hacia la lucecita y el paisano.

-Buenas noches...

- No tan güenas... ¡Qué tormentita, eh!

- La verdad, bastante brava.

-Pase. -Así lo hice, el ranchito era de adobe, pero confortable; en un rincón, sobre el piso de tierra, ardían varios troncos.

A primera vista parecía un buen hombre: de complexión robusta y cutis blanco, usaba barba y bigote cuidadosamente recortados; se movía con rapidez a pesar de los años (calculé que andaría por los setenta y tantos). Retiró carne de una fiambrera, preparó un cuarto de cordero y lo puso en la parrilla sobre las brasas. Me saqué la campera y la camisa y junto al fuego entré en calor enseguida.

-Pa´ entonar la garganta –dijo, ofreciéndome el primer amargo. La carne comenzó a chirriar y despedía un olorcito tentador (pensé que los asados en el campo tienen otro aroma y un sabor especial); si hasta el humo es diferente.

-Perdone la falta vino, no tomo hace años…

-No hay problema –respondí. El cordero estaba exquisito, a pesar de no contar con vino ni pan (lo último no lo mencionó mi anfitrión y evité comentarlo por cortesía).

Él no cenó, claro, eran más de las dos de la mañana; yo venía sin probar bocado desde el mediodía; por eso estaba “más bueno todavía” el asado. Comenzamos a charlar de una cosa y la otra hasta que tocamos un tema que siempre me apasionó.

-Y sí, acá cerca está la tapera del boliche "Las Cuevas"; del último, me parece.

-¡Ajá! En realidá,[2] quedaba algunas cuadras más pa´l naciente -dijo el viejo-, era “suterráneo”; bajo tierra, usté me entiende -asentí con la cabeza, no deseaba interrumpir su narración-, en una lagunita cercana siempre se veían caballos pastando, en ocasiones maniaos, otras veces al cuidao de algún soldao o de un paisano, asigún si los dueños eran melicos o troperos. –Lo miré fascinado, sin pestañear siquiera, en trance-. Los pampas vichaban el asunto hasta que una ocasión vieron al bolichero llenando dos cubos de agua; luego tomó un rumbo como pa´l sur desde la lagunita y lo perdieron de vista. El muy ladino tenía el negocio bajo tierra; al bajar, desde la escalera nomás corría una madera cubierta de pastos y así “cerraba” el boliche. Los indinos[3] siguieron montando rigurosa guardia y un día descubrieron el “pastel”[4]. Cuando el pulpero bajó comenzaron a echar tierra en “la cueva” hasta cubrirla; sepultaron vivos a parroquianos y bolichero. ¿Sabía esta historia?

-Se la escuché a mi abuelo, pero con menos detalles –respondí-. Me gustaría conocerla bien. El Boliche “Las Cuevas” o de “Martín Arca”[5] hizo historia. Hoy sólo queda la leyenda. Dicen que los días de fiesta casi siempre terminaban con uno o varios muertos...

-¡No, joven! No crea todo lo que cuentan, hay mucha fantasía, cada cual le va agregando o quitando algo a la historia, hasta cambiarla por completo.

-Sin embargo, hace unos años araron una parte del campo todavía virgen y encontraron varios cuerpos sepultados a poca profundidad, uno al lado de otro...

- ¡Sí! Posiblemente de cuando vino la peste. Los paisanos morían como moscas. Hasta “Ño Juan Maldonao”, un güen hombre, muy servicial, el mejor reserola zona; cayó vítima e´ la maldita plaga. ¡Peste mierda…! Perdonemé usté la palabreja.

-¡Por favor…! –Cuando iba a encender un cigarrillo en el fuego mi anfitrión me alcanzó un antiguo "yesquero" (una verdadera reliquia que funcionaba perfectamente), lo usé y al intentar devolvérselo, dijo:

-No, amigo, dejeló, se lo regalo, lleveló como recuerdo. Lástima que no tengo más yerba, usté a lo mejor quisiera golver a yerbiar, yo hace añares que no fumo ni tomo mate. “Se lo habrá prohibido el médico” -supuse.

-Diga, don, usted debe conocer bastante sobre Martín Arca y su historia... –Yo ansiaba retomar el tema.

-Martín Arca... ¡Ah…! Ése no era su verdadero nombre; pero no viene al caso… ¡Martín Arca…! ¡Claro que lo conocí!

Me dispuse a escuchar la historia, sabrosa, intrigante.

-Lástima, ¿sabe?, es medio tarde, dejaremos la cuestión pa´ otro momento –miré con disimulo el reloj, las cuatro de la mañana-, ¿necesita que lo recuerde[6] en algún horario, don?

-No, total voy sin apuro, gracias.

Preparó un catre, el único que había, me lo señaló y él se tendió cerca del fuego sobre unos cueros de oveja.

-¡No, la cama es suya! ¡Déjeme, dormiré ahí!

-¡Faltaba más, usté es mi invitao!, además, ese catre no lo he usao por años. Que descanse.

-Gracias, igualmente. -Quedé sumido en mis cavilaciones. “¿Será de fiar este paisano, o intentará robarme una vez dormido?” ¡Cuán ruin es el ser humano! Me brindaba lo poco que tenía y yo, en vez de sentirme agradecido, pensaba estupideces.

Me levanté como a las nueve y media, parecía de noche, una espesa niebla cubría el paisaje. Salí del rancho y busqué a mi anfitrión para despedirme, no lo vi por lado alguno; tampoco hallé rastros del perro que dormía junto a él, pensé: “Habrá salido a cazar algún bicho”. Hice bocina con las manos y grité varias veces llamándolo, esperé un rato y al ver que no aparecía, conecté la batería y puse en marcha el camión (ahora funcionaba todo sin contratiempos). Con el mejor de los ánimos, reemprendí el interrumpido regreso.

Había marchado pocos metros y el rancho desapareció como por encanto, “¡claro, la intensa neblina lo tapa!” -colegí. Por si deseaba volver un día, estudié los alrededores para orientarme

Volví al trajín de la vida… viajes y más viajes. Dos meses después, aprovechando un hermoso domingo de sol, salí en el coche con mi esposa, la nena de seis años y el pibe de catorce; visitaríamos al viejo criollo para agradecer sus atenciones. Mi señora llevaba una torta y lo necesario para preparar un exquisito chocolate; por supuesto, antes disfrutaríamos de un regio asado.

Llegamos al lugar donde -de acuerdo a mis cálculos- estaba el rancho; sin embargo, no aparecía. Recorrimos un tramo más por si había algún error, nada; retrocedimos varios kilómetros, lo mismo; parecía habérselo tragado la tierra. Al interrogar a un paisanito que pasaba arreando unos terneros, me miró sorprendido.

-¿Rancho… por acá? ¡No, ninguno! -le expliqué, sin entrar en mayores detalles-, pa´ mí con la tormenta se confundió de camino, salió pa´l otro lao y agarró una calle muy parecida a ésta, seguro.

Le agradecí y siguió con su tarea.

“Después del rancho, pasé la curva, junto a la laguna “La Escondida" y frente a la tranquera de la estancia y luego doblé hacia el norte, por la calle larga…” –iba rehaciendo el trayecto.

La cosa quedó en el misterio y me tuvo medio turulato durante días; más pensaba en lo ocurrido y mayor era mi confusión.

La verdad fue tanto o más desconcertante que el enigma en sí.

Falleció el padre de un amigo y, como corresponde, fui a acompañar sus restos. Según mi costumbre, di una vuelta por el cementerio. Recorrí los pasillos sin apuro; “la muerte no tiene tiempos ni prisas” -pensé. De pronto, el corazón me dio un vuelco.

Allí, donde menos podía imaginar, estaba. Me acerqué, despacito, muy despacito; como temeroso. Sí, era el mismo paisano, el viejito que me hospedase tan solícito esa noche de lluvia.

Leí la placa: Juan Olegario Maldonado, resero y sostén del necesitado. (1912-1961)

¡Llevaba fallecido muchos años…! ¿Cómo podía ser…?

Certificándome a mí mismo la veracidad del episodio, colgado del espejito del camión, mudo e indiscutible testigo, el precioso “yesquero”, aún hoy, continúa columpiándose graciosamente.



[1]/ Abajesé: Por bájese; modismo muy usual entre los criollos. Sucede igual con “güeno”, lao, etc. N. /A.

[2]/ Realidá: Por “realidad”. Una de tantas deformaciones fonéticas muy comunes en la campaña. N. /A.

[3]/ Indinos: Barbarismo por “indignos”, aludiendo a la crueldad de los aborígenes. N. /A.

[4]/ Descubrir el “pastel”: Descubrir el engaño, la trampa. N. /A.

[5]/ La “Leyenda del Boliche Las Cuevas”, escrita por el autor, se encuentra en la Universidad Nacional de Río Cuarto, entre las Historias y Leyendas de la Provincia de Córdoba. N. /A.

[6]/… que lo “recuerde”. Recordar, término usado en vez de “llamar” o “despertar”. N. /A.

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