martes, 26 de mayo de 2009

Los “mails” asesinos

Los “mails” asesinos

C

ada vez me convenzo más de la inutilidad de las sesiones. Si bien es cierto que el árabe acertó en todas sus predicciones, un comentario suyo me causó hondo malestar. “Acabará por volverse loco” -dijo-. En realidad, no me volveré, ya lo estoy. Solamente a alguien mal de la cabeza se le puede ocurrir asistir a las sesiones y pagar tan abultados honorarios a quien, encima, te trata de demente. Indudablemente, tiene razón; estoy loco de remate.

¡Hola!, soy Ibrahim Salem. Me llaman árabe o turco, mago, brujo, adivino, curandero y otras lindezas por el estilo. Será porque manejo con bastante soltura y precisión ciertos poderes que a la mayoría de los mortales les están vedados. De ahí las denominaciones.

Todavía me cuesta creer que todo no haya sido una exageración de mi mente; en ocasiones se extralimita y ve u oye fantasías que -luego he comprobado-, sólo existen en mi imaginación, demasiado propensa a extrañas divagaciones y vuelos imprevistos.

Certificando la verosimilitud de la historia, obra en mi poder la última edición de Poder Ciudadano, prestigioso periódico local.

En primerísimo plano, con letra tamaño catástrofe, leo: “Pedro Alberto Amenábar fue encontrado muerto. ¿Asesinato o suicidio?”

Repaso la breve nota: “Hallaron el cadáver del veterano y notable actor en un pasaje del puerto, próximo a la zona de depósitos. La investigación no avanza. Los detalles, sumamente confusos, abonan la posibilidad de suicidio, aunque existen dudas razonables que avalan también la hipótesis de asesinato”.

Como verán, la cosa no está clara. Absolutamente, no.

¡Le aconsejé que calmara su ansiedad y cambiase de hábitos! “Leer sin control, mirar películas y crear situaciones y personajes descabellados que nunca volverá a interpretar puede traerle funestas consecuencias” –repetí mil veces. Aunque no creo que esas actividades tengan relación con su triste y trágico final.

¿Qué ocurrió en realidad…? ¿Cómo murió…? ¿Lo mataron?

Pablo Ángel Almirón comenzó a interiorizarse sobre Internet, sus posibilidades y ventajas. Así fue como, fortuitamente, a través del correo electrónico conoció a Marcela. Tras varios meses intercambiando mensajes, lo que nació como una simple amistad prosperó, hasta convertirse en una relación muy fuerte en la vida de ambos.

Se conocían sólo por ese medio, los mensajes de correo electrónico, fotos incluidas. Él, un hombre mayor, bien conservado y de facciones agraciadas; con su aspecto respetuoso y serio inspiraba de inmediato confianza y seguridad.

Ella, en cambio; joven, y luciendo su permanente sonrisa, irradiaba simpatía. Esa sonrisa que Pablo veía hasta en sueños lo cautivó apenas contempló la primera foto. Rubia, elegante, tal vez maquillada en exceso: el rouge de los labios, la sombra de los párpados, algo exagerada, y el cabello, semejante a una peluca, le conferían un aire varonil. Sin embargo, su belleza resultaba incuestionable; además de la fascinante sonrisa, poseía un rostro muy hermoso, de rasgos perfectos.

Todo iba a las mil maravillas, hasta que…

Hasta que el diablo metió la cola –como suele decirse-, provocando un mar de disturbios, y los acontecimientos se precipitaron estrepitosamente. Un día los amantes intercambiaron las contraseñas de los respectivos correos electrónicos y ahí comenzaron los problemas. Por simple curiosidad, a Pablo se le ocurrió entrar en la cuenta de Marcela y al descubrir los mensajes enviados por Alfredo se le erizó la piel. Comenzó a estudiarlos y su rostro a transfigurarse conforme avanzaba en la lectura. No podía dar crédito a sus ojos. Como un ladrón sorprendido en plena tarea profesional, con el corazón a punto de estallar, salió apresuradamente de la cuenta y apagó el equipo.

Ese día quedaron sin responder los mensajes de su novia, no estaba de ánimo para hacerlo; necesitaba reflexionar, estudiar los próximos pasos. Por fin, decidido a tomar al toro por las astas, escribió a Alfredo; (su identificación no se le borraría jamás de la mente), esas letras las tendría de por vida grabadas a fuego en el cerebro.

La respuesta fue inmediata. El “otro”, con términos enérgicos, exigía que dejase tranquila a “su novia”, o hablarían de otra manera. “¡Qué desfachatez –pensó- “su novia”…tiene gracia la cosa!”

El segundo mensaje fue breve. A buen entendedor… No obstante, para reforzar la orden de “quitarse del medio”, puso especial énfasis al manifestar: “Soy Cinturón Negro, con innumerables trofeos ganados en la especialidad”.

La contestación no se hizo esperar. Con la rudeza digna de un soldado cosaco, le ordenó: “Desaparece del mapa, antes de que me ponga violento”.

Marcela, ignorando la marcha de los acontecimientos, seguía “jugando a dos puntas”, feliz y contenta. No imaginaba la tormenta que se avecinaba.

Pablo, colmada la paciencia, resolvió cortar por lo sano. El siguiente correo plasmó su extrema irritación: “Te desafío, dónde y cuándo quieras. Veremos si eres tan hombre como pretendes aparentar”. Pablo A. Almirón.

Evidentemente, su rival no se arredró: “Fija el sitio y la hora, jamás he rehuido un enfrentamiento”. Alfredo Paladino.

“En la calleja lateral del puerto, la que está entre los depósitos, ¿de acuerdo? Como yo escogí el lugar, tú decides el día y la hora”. Pablo A. Almirón.

“Si no tienes inconveniente, la noche del jueves, a las 5:45 del viernes. Conozco la callecita, me parece apropiada”. Alfredo Paladino.

Por descuido, los “mails” llegaron también a la cuenta de Marcela y ésta tomó conciencia del drama que se estaba gestando. Alarmada, pensó acudir a la policía, pero al fin desistió, se interpondría entre los contendientes al momento del duelo.

“Manejo muy bien el cuchillo con la zurda; suelo ayudar a mi padre que trabaja en un frigorífico. Deberás cuidarte, sale de la vaina cortando”. Pablo A. Almirón.

“No tendrás oportunidad de mostrar tus habilidades con la daga. Soy diestro, te bajaré de lejos con el revólver”. Alfredo Paladino.

Así, esperando la fecha del encuentro, cruzaban mensaje tras mensaje; a cual más amenazador. La mujer no sabía qué hacer, temía por los hombres y por ella misma; sabía perfectamente que era la causante de todo. La única responsable.

Pasó media tarde asentando el filo, quedó como navaja de afeitar. Se consideraba insuperable en su manejo; jactándose a menudo de haber hecho morder el polvo a una docena de rivales; algunos de ellos extremadamente peligrosos.

Al fin, todo tiempo se acaba –como dice el refrán- y esa oscura y fría noche de julio los pasos se encaminaron al lugar de la cita.

Tomó la cartera y salió, evitaría la pelea… No tenía miedo; las glándulas suprarrenales segregaban adrenalina aceleradamente; le ocurría siempre al excitarse. Impediría que se mataran. (Salió tan aprisa que olvidó maquillarse).

Con el revólver apretado en la diestra, caminaba pausadamente, no debía caer en una trampa; de su serenidad dependía todo. El contacto del arma le transmitía una embriagadora sensación de fortaleza e inmunidad.

La mano izquierda, como al descuido, acariciaba el puñal en el bolsillo del sobretodo. Le infundía confianza; con él se sentía seguro.

La empuñadura del arma se fue calentando. No podía errar; él, un veterano tirador, experto cazador, ganador de múltiples concursos. ¡No, no fallaría…! Alejó de sí ese pensamiento. “Cualquiera diría que tengo miedo”.

Llegó a la callecita, perdida en zonas oscuras, lejos del ajetreo de la ciudad.

Quietud y silencio total; sólo profanado por el canturreo de algún ocasional borracho trasnochado y el romper de las olas, que azotaban implacables, restallando contra el malecón.

Avanzó extremando las precauciones… agazapado, mirando cada detalle, por pequeño que fuese; todo lo analizaba y registraba. Los dedos se apretaron contra la “S” en el mango del cuchillo, envuelto en un trozo de tela, para evitar que la niebla salitrosa del mar dañase la hoja o ésta delatase su presencia con reflejos inoportunos. Ese cuchillo era su hermano, su vida, todo. De él dependía morir o seguir vivo.

Notó la palma de la mano transpirada. Los nervios, siempre los nervios jugándole una mala pasada. La refregó en el interior del bolsillo y volvió a aferrar el revólver con tal fuerza que le dolieron los tendones de los dedos al tensarse.

Se encorvó, cuanto más lejos descubriese a su oponente mayores probabilidades tendría de salir airoso del trance. Sonrió, creyó vislumbrar una sombra en la penumbra reinante. Sí, un hombre venía directamente hacia él.

“Allá está –meditó-, avanza despacio, es una sombra más, pero ya lo descubrí”. Sopesó el arma blanca, ahora fuera del bolsillo, pero, eso sí, siempre cubierta por el género, para que no emitiese destellos indiscretos.

La escasa iluminación del lugar, al balancearse la pequeña farola colgante impulsada por la brisa, producía un efecto fantasmagórico. Tan pronto las sombras se acortaban como alargaban, de acuerdo a los vaivenes de la lámpara, único testigo que, expectante, seguía su danza macabra, aguardando el desenlace del drama.

Asió con fuerza el cuchillo, dispuesto a asestar el golpe, estaban muy cerca… debía madrugar al adversario.

“Ahora” –se dijo, y tiró la puñalada.

En ese preciso instante una mueca rabiosa floreció en su rostro, y en perfecto sincronismo, como el autómata que obedece una orden perentoria, oprimió el gatillo.

La ronca estridencia de la sirena de un barco, la detonación y el grito agónico, se confundieron. Luego… retornó el silencio.

Una pareja que pasaba rato más tarde tropezó con el cuerpo y avisó a la policía.

El mango del puñal clavado en el vientre del hombre estaba como soldado a su puño izquierdo. El disparo en la sien produjo la muerte en forma instantánea; a esa distancia era imposible fallar. El arma, a centímetros de la otra mano, señalaba que se había quitado la vida…

En un bolsillo del sobretodo los investigadores hallaron un puñado de papeles arrugados; una serie de “mails”. Tal vez éstos ayudasen a esclarecer la enigmática muerte…

La cartera pendiente de su hombro contenía una libreta de direcciones, lápices labiales, cremas, la peluca rubia y diversos productos de cosmética.

Realizadas las pericias de rigor, retiraron los restos del infortunado actor.

A la distancia, el griterío de los marineros, mezclado con las sirenas de transatlánticos y remolcadores atronaba el espacio.

Comenzaba otra jornada de trajín en el puerto.

El mundo, inmutable, seguía girando.

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