martes, 26 de mayo de 2009

La herencia de Anacleto

La herencia de Anacleto

C

omo corresponde a toda persona bien educada empezaré por presentarme: soy Anacleto. Me llamo así por mis abuelos, Ana y Cleto. Cuando ellos murieron yo no había nacido, pero... de acuerdo a ciertos cánones rigurosos familiares, arribé a este valle de lágrimas con el nombre puesto -o impuesto-, requisito obligatorio para acceder a los bienes que, según la ley tradicional de mis antepasados, me correspondían.

Por una antiquísima disposición de mis ancestros, la fortuna pasará únicamente de abuelos a nietos. Para tener derecho a ella, el nombre, o nombres del beneficiario, de sexo masculino, deben comenzar indefectiblemente con las letras "An..." y "Cl..."; o, como en mi caso, asociarse, de esa composición surgió: Anacleto. Mi tatarabuelo fue Antígonas Cleofás y mi abuelo, el esposo de Ana, Andrés Cleto (como se verá, ambos cumplían a la perfección con las cláusulas hereditarias). Por verdadero milagro salvé al mayor de mis nietos del estigma "anacletense", pero con el más pequeño no tuve tanta suerte. Enrique, mi único hijo, conocedor de esta condición básica e ineludible para heredar, se empeñó en buscar el nombre más conveniente. Así, Ángel Clemente llegó también a este "paraíso viviente" y recibió como “castigo”, el nombre, y en compensación, la consiguiente recompensa, los bienes familiares.

Tras este breve exordio iniciaré el pormenorizado relato de mis desventuras.

Mi padre, diplomático de carrera, pasó su vida recorriendo el globo, de acuerdo al destino fugaz asignado por el gobierno de turno; por lo cual tuvo poca o ninguna gravitación sobre mí después de terminar los estudios primarios. Siendo adolescente estuve internado en un instituto educativo y luego pasé a la universidad; debo decir ajustándome a la verdad, que no concluí carrera alguna. Viví algún tiempo en una pensión para estudiantes, pero apenas cumplí 21 años me mudé a la enorme mansión familiar. De acuerdo a las disposiciones testamentarias me pertenecía y al alcanzar esa edad debía ocuparla o, en su defecto, perdía todos los derechos.

Llevado por mi curiosidad y espíritu aventurero recorrí palmo a palmo la propiedad; me encantó, era hermosa; pronto llegué a conocerla; me quedaba un solo sitio sin explorar, el enorme desván, y, realmente, estaba intrigado. Tejí mil fantasías en torno a él, imaginando las más disparatadas historias. "Debo inspeccionarlo cuanto antes” -me dije. Fue así como una hermosa y reluciente mañana; provisto de linterna, fósforos, y por las dudas, una pequeña pistola que pertenecía a la magnífica colección de la casa, -ahí jugó un papel importante la novela que estaba leyendo por esos días: "El Misterio del Cuarto Amarillo", de Gastón Leroux[1]-, comencé a subir rumbo a lo desconocido.

Apenas asomé descubrí varios interruptores eléctricos; los accioné y un fuerte resplandor me cegó; las luces funcionaban a las mil maravillas. Inspeccioné el lugar. Contrariando mis presunciones, no hallé nada interesante, sólo trastos viejos. Me encaminaba hacia la escalera cuando un objeto llamó poderosamente mi atención. Una lámpara antigua. Era... ¿Cómo describirla? ¡Preciosa! Posiblemente tuviese gran valor.

Parecía la archifamosa "Lámpara de Aladino", claro que sin el Genio. La tomé ansioso; ¡qué decepción!, no obstante su hermosura y evidente antigüedad, resultó ser común y corriente. Retiré la tapa y un vaho penetrante -no muy agradable por cierto- atacó mis pituitarias.

-A juzgar por el olor, el genio debe estar podrido -dije en voz alta, dirigiéndome a un inexistente interlocutor mientras la frotaba suavemente con la manga para quitarle el polvo.

-Sí, mi Amo, estoy "repodrido".

Pegué un alarido y un salto. Casi me caigo del susto. Al disiparse la pequeña columna de humo descubrí al ser más extravagante que viese en mi vida; atemorizado, retrocedí un par de pasos.

-No temas, soy tu esclavo; tu devoto y fiel servidor, -antes de que pudiese articular palabra prosiguió-. ¡Cómo para no estar podrido!, llevo casi cien años sin ser convocado, olvidado por completo.

-¿Cómo te llamas? -dije, con un extrañísimo y aflautado hilo de voz.

-Como tú quieras. Puedes llamarme genio, siervo, esclavo, de cualquier manera. Yo voy a entender y acudiré presuroso a servirte. Eres mi amo.

-Desde hoy serás… Jueves.

-¿Jueves?.. ¡Qué nombre extraño...! Sin embargo, me gusta.

-Así te llamaré, como este día. -Pasado un poco el "julepe" inicial, lo observé mejor: turbante blanco con una gran piedra azul en la frente, zapatos árabes puntiagudos, algo parecido a la bombacha de los gauchos, faja multicolor, camisa de amplias mangas y un chaleco de terciopelo color verde agua con arabescos de oro bordados en el pecho. Como disfraz, excelente; en las actuales circunstancias... todo rarísimo, estrafalario: él, la vestimenta, su forma de hablar y sus aparentes intenciones.

-¿Necesitas algo, Jueves?

-No, mi amo. Yo debo preguntarte, recuerda que estoy a tus órdenes.

-Sígueme -dije, y comencé a bajar, dando por sentado que todo sería una broma de "Cari". Mi amigo Cari era un experimentado ilusionista y no desperdiciaba ocasión para mostrar sus habilidades. "Debe ser otro de sus trucos” -fue mi conclusión.

Entré a paso firme en la cocina, mostrando una seguridad que estaba muy lejos de sentir y espiando por sobre mi hombro, vi a Jueves junto a la puerta, indeciso, como aguardando.

-Entra, vamos a tomar mate...

-¿Mate, qué es eso?...

-Mira -le mostré los utensilios y la forma de utilizarlos-, ¿ves? Es fácil.

-Déjame, yo lo haré -en pocos minutos tenía a mi disposición un excelente cebador de mate-, ¿así está bien?

-Perfecto, ¡te felicito!, aprendes con rapidez. –“No es tan mal asunto -me dije- mientras siga así...”

-Gracias -su voz era agradable.

Me contó muchas cosas. Entre otras, que su último dueño, mi tatarabuelo, lo volvió a la reclusión el día en que naciera mi abuelo. Como Andrés Cleto, el bebé, lloraba y lloraba, él discutió con el amo y enojado, se retiró a dormir -podía hacerlo únicamente dentro de la lámpara- y Antígonas Cleofás aprovechó para ponerle la tapa (sólo así le impedía regresar) y desde entonces, hasta mi intervención, no volvió a ver la luz. Descubrí que yo, por ser su amo, gozaba de un especial privilegio; lo podía ver y oír, no así el resto de los mortales, en cambio él escuchaba y veía a todo el mundo.

Nos volvimos inseparables.

Cierta mañana, al salir del banco con una abultada suma de dinero, dos sujetos me empujaron y tras arrebatarme el maletín, echaron a correr. Quedé paralizado. De pronto, una sombra saltó a mi lado y vi a Jueves muy decidido persiguiendo a los ladrones. Los alcanzó, le hizo varias zancadillas al más alto hasta derribarlo, y al otro le aplicó una serie de puñetazos; sé que fueron reales, al menos la sangre de su nariz lo era. (Se habrán preguntado hasta el hartazgo quién los atacó). Sin pronunciar palabra, me devolvió el maletín con una sonrisa.

Emocionado, apoyé la mano en su hombro como muestra de agradecimiento y simpatía. Más que el dinero valoraba su arrojo y lealtad. Jueves era un buen amigo, tal vez "el mejor".

No podía hacer nada sin su intervención. Además, creo que él no lo hubiese permitido. Tenía veinticinco años cuando conocí a una hermosa joven y me enamoré perdidamente de ella; poco después planeábamos nuestro futuro. A Jueves le cayó muy bien; con su aprobación llegamos al altar y empecé a vivir la más hermosa etapa de mi existencia; aunque por desgracia, muy breve.

El advenimiento de Enriquito costó la vida a su madre; está visto que no hay dicha completa... en ese doloroso momento lo entendí.

Mi hijo creció sano y alegre, sin preocuparse más que por los estudios y perseguir jovencitas, era un enamorado recalcitrante. Y... tanto va el cántaro a la fuente que...

Sin darme cuenta, Enrique, flamante médico, llevaba un año y pico de casado, y yo era abuelo. Me costó persuadirlo hasta que descartó los nombres tradicionales para aspirar a la herencia, cosa que fue imposible con el segundo nieto, creo haberlo mencionado.

Con el correr del tiempo, mi vida se convirtió en un calvario. Tal vez a causa de la convivencia, o por un exceso de confianza -tantos años juntos-, la cuestión es que mi relación con Jueves se resintió y comenzamos a andar como perro y gato. Desobedecía mis órdenes; mejor dicho, las obedecía cuando le convenía; llegó a contestarme de mala manera. Y yo, por mi parte, comencé a estudiar la posibilidad de deshacerme de él.

Pese a mis cuidados, jamás lo pude sorprender durmiendo, única forma de "encarcelarlo" en la lámpara. El panorama no me resultaba agradable; en cambio él disfrutaba con la situación. Se adueñó de mi biblioteca, ponía el televisor a todo volumen, ¡ni hablar del equipo de música!; noté la falta de cigarros y bebidas, ocupaba horas y horas mi sillón preferido; y yo, dueño de todo, pasé a ser un esclavo de sus caprichos. El asunto marchaba cada vez peor; felizmente, no hay mal que dure cien años... La ambición y un exceso de confianza lo perdieron. Preparé el señuelo y el chivo cayó en el lazo; mejor dicho, el genio en la lámpara. Procuré que no faltara "su coñac" predilecto y como sabía que Jueves no podía sustraerse a él, compré una partida importante. Una noche lo invité al cine, le agradaba ir. Como presumí, tenía otros planes, y alegando estar cansado se quedó en casa. Todo marchaba acorde a mis cálculos. A la salida del cine me reuní con varios amigos y fuimos al club a jugar a las cartas, mi intención era pasar el rato, darle más tiempo.

Al volver detuve el coche lejos de la residencia, justo donde empieza el parque, e ingresé sigiloso por una puerta de servicio. Sonreí, mis pies descalzos no hacían ruido. Me acerqué al hogar y asiendo un delgado cordel, di un leve tirón; se escuchó un suave chasquido metálico. Contuve la respiración... silencio... sólo silencio.

-¡Perfecto, perfecto! -grité, eufórico, y empecé a saltar y bailar como un poseso.

Sobre el hogar vi la lámpara -el artilugio de mi invención para taparla a la distancia funcionó a las mil maravillas-, levanté una milésima la tapa y comprobé lo acertado de mi teoría; percibí ronquidos y fuertes emanaciones alcohólicas.

Oculté de inmediato en el altillo tan peligroso elemento. A partir de ese instante hasta el aire pareció diferente, más saludable.

Ya libre, retorné a mi antigua vida; perfecta, tranquila, ideal, armoniosa. Volví a estrechar vínculos con mis amistades y viajar por el mundo; disfrutando cada día, cada minuto.

Es cierto que cuando se vive a gusto, el tiempo pasa más rápido.

De pronto recibí la noticia de que Ángel Clemente vendría a vivir conmigo, como el nivel de nuestra universidad era óptimo, cursaría en ella la etapa final de su carrera. Según el fax llegaba el próximo fin de semana. La noticia me alegró, aunque, acostumbrado a vivir solo, me causaba cierto desasosiego.

La cosa funcionó bien y en poco tiempo nos hicimos grandes camaradas. Todos los sábados venían los amigos de mi nieto y yo comencé a sentirme parte del grupo; les ayudé a preparar algunas materias -dentro de mis escasos conocimientos-, y así pasábamos el tiempo, placenteramente, sin preocupaciones. Un sábado por la tarde, mientras supervisaba los preparativos para la reunión de la noche, oí gritos y exclamaciones de entusiasmo. Acudí presuroso y encontré a Ángel Clemente bajando la escalera con la lámpara en la mano, contemplándola embelesado; por un destino azaroso naufragaba mi tranquilidad.

-¿Qué haces? ¡No vayas a destaparla...! -mi advertencia llegó una fracción de segundo tarde, vi horrorizado la columnita de humo y presentí las calamidades futuras.

-¿Por qué, abuelo?... ¡Es muy linda! -No pude explicarle la peligrosa situación en que nos veríamos. Jueves me miró entre sumiso y burlón. Le devolví la mirada, desafiante, cargada de amenazas.

-Si eres inteligente, sabes bien lo que te conviene. ¿Estamos? -mi tono era firme, autoritario.

-Sí, mi amo; pese a lo que me hiciste no olvido que te debo respeto y obediencia.

Ángel Clemente me contempló con lástima; pensaría: "pobre abuelo, está loco". Muchas veces, mi nieto o sus amigos habrán creído esto; sobre todo cuando me descubrían dialogando con un ser "imaginario".

En cierta ocasión los jóvenes debían resolver una serie de fórmulas complicadas y pasaron horas y horas ante la computadora sin lograrlo. Estaban preocupados, yo los hubiese ayudado, pero me era imposible.

Ese fin de semana se reunieron como de costumbre, los rostros de todos reflejaban desaliento y amargura. El examen del día siguiente sería un verdadero desastre.

Servía café para todos cuando un gran alboroto proveniente del estudio me sobresaltó; fui corriendo, mi nieto daba brincos y volteretas mientras reía.

-¿Qué pasa?

-¡Anacleto, gracias...! -Me abrazó con tal ímpetu que casi voy al suelo-. Dejaste todo resuelto en la "compu." ¡Ah, abuelo...! Me contemplaban incrédulos.

-¡Anacleto, eres un genio! -Cada vez entendía menos, hasta que vi a Jueves sentado ante el escritorio hojeando las carpetas de los chicos; el muy pícaro me hizo un guiño y levantó el pulgar mientras en su rostro brillaba una sonrisa de complicidad.

Nunca supieron la verdad. Después de todo, la presencia de Jueves tenía sus cosas buenas, aunque no muchas. Pronto volvimos a jugar al tira y afloja: por el sillón, los libros, el diario; hasta se atrevió a discutirme sobre fútbol y política...

Los muchachos me miraban con lástima y temor cada vez que "le hablaba a la luna” -según decían.

Para colmo, Raquel, la novia de mi nieto, me creía totalmente loco; yo percibí su temor; me rehuía, evitaba incluso dirigirme la palabra

-Pronto me recibiré y entonces...

-No, Ángel, no nos casaremos. Y menos si tu abuelo está en la casa. ¡Nunca!

-Pero, Raquelita, es inofensivo; si es un pan de Dios...

-Será, sin embargo, tengo miedo, mucho miedo. ¿Viste cómo habla y hace ademanes incoherentes? ¡Está loco...! ¿Pensaste en lo que te sugerí...?

-Sí, pero la idea de internarlo en un geriátrico me asusta; estuve haciendo averiguaciones y no podría dejarlo en un sitio así, por bien que lo atiendan.

Simulé dormir en el sillón con un libro caído a mis pies; de reojo miraba al causante de todos mis males. "Si pudiera encerrarlo..." Pero resultaba imposible, él permanecía en estado de alerta las veinticuatro horas.

La situación era muy tensa, no daba para más.

Ir con Jueves a un asilo para enfermos mentales hasta el fin de mis días, no me seducía. El genio no sufría el paso del tiempo, yo sí; cuando lo conocí teníamos la misma edad y ahora parezco su abuelo. No estoy para lidiar con él y sus berrinches; se necesita mano dura para manejarlo. Ángel es el indicado, además es el único responsable de la presencia de Jueves. La idea fue madurando y el momento oportuno llegó.

-Ángel, necesito hablar contigo.

-Tú dirás, abuelo.

-¿Quieres hacerte cargo de mis bienes, incluyendo esta casa?

-Me gustaría... Pero... tú todavía estás bien... creo que...

-Ni una palabra más. Si accedes, lee en voz alta este papel. -Se lo tendí con mano temblorosa.

-Sí, lo leo… "Por mutua voluntad, Anacleto, mi abuelo, y yo, Ángel Clemente, deseamos realizar el traspaso de la herencia familiar conforme a las pautas establecidas por nuestros antepasados".

-¿Está bien?

-Perfecto.

Nos dimos un fuerte abrazo y salí de la habitación.

-¡Abuelo, abuelo! ¿Qué es eso...? -Volví presuroso, su dedo señalaba hacia un rincón, no había nada.

-¿Quién, querido? -Conocía de sobra la respuesta.

-Un loco estrafalario, parece escapado de "Las Mil y Una Noches", ¿quién demonios es...? ¡Sal de ahí, te voy a matar...! ¿Cómo?, ¿qué dices...? -Respondió a "alguien", señalando un punto indefinido de la habitación-; ¿por mi culpa?

-Sí, eres el causante de mi destrucción -adujo el genio. Me sorprendió oír su voz, a pesar de no verlo-. El legado debe recibirse luego de fallecido el propietario. Transferir los bienes en forma directa entre los interesados, será mi fin; de otra manera, tendré dos dueños, y no me está permitido-. Surgió con más intensidad que nunca la nube de humo y se oyó algo parecido a un lamento que se extinguía, como alejándose.

-Abuelo, debes explicarme qué pasó.

Jueves estaba dentro de la lámpara, justo lo que necesitábamos. Ajusté furioso la tapa y para mayor seguridad, la arrojé al hogar. El destino, inexorable y sabio, más el fuego, hicieron lo que nosotros no hubiéramos imaginado siquiera.



[1]/ Gastón Leroux: (1868-1927), célebre escritor francés de novelas policíacas, creador de J. Rouletabille, famoso detective. Su obra universalmente conocida es “El fantasma de la ópera”, traducida a varios idiomas y llevada al cine. www.gastonleroux.com

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