martes, 26 de mayo de 2009

Historias de la Patria

Historias de la Patria[1]

"...mas el hombre de razón,

no roba jamás un cobre,

pues no es vergüenza ser pobre

y es vergüenza ser ladrón"

(M. Fierro /José Hernández)

1 Amor esclavo

D

on Tomás Ruiz de la Barrera, defensor de la emancipación de España y gran colaborador de esta causa, poseía y habitaba una fastuosa mansión transponiendo las chacras de Palermo. Componían su familia Doña Consuelo, su esposa, y el "señorito" Mariano, único hijo de la pareja; muchacho alocado, amante de la noche, el juego y las mujeres, próximo a concluir la carrera de derecho.

Entre los esclavos de la familia se encontraba Nazaria, nacida en la casa y casada con un joven de igual condición. Cuando pocos meses antes ambos tejían proyectos para el futuro, soñando con la libertad e igualdad para ellos y el hijo que esperaban, el amo enroló al joven Antonio en el Ejército Libertador del General San Martín, disuadiendo a la vez a su hijo empeñado en alistarse a las órdenes del flamante jefe, que en el campo de Marte adiestraba al Regimiento de Granaderos a Caballo, de reciente creación.

A poco de marchar "Falucho"[2], la negrita recibió la condecoración al valor patriótico, otorgada al moreno soldado por su destacada actuación en una misión de sumo riesgo.

Consistía en una medalla de oro y plata de gran valor, muy apreciada para ellos, no por el valor material, sino por lo que simbolizaba.

Nazaria confió su custodia a la señora. En poder de la "amita" estaría más segura que en sus manos. ¡Cómo se equivocaba!

Algún tiempo después desapareció misteriosamente, y aunque Doña Consuelo removió cielo y tierra no volvieron a verla. La morena supuso que Mariano la había tomado para cubrir alguna de sus frecuentes deudas de juego, pero por amor y lealtad a la casa y cariño al joven amito a quien consideraba un hermano menor, decidió callar, aceptando la pérdida como algo normal; prefería esto a causar el menor dolor a sus amos. Gradualmente, el asunto pasó al olvido.

Un domingo, al regresar de misa, Doña Consuelo echó de menos su anillo de oro y brillantes; por la mañana lo había dejado sobre la cómoda de su recámara. Estaba segurísima.

-Mujer, te dije que ese tarambana de nuestro hijo es capaz de cualquier cosa; si no, recuerda la medalla de Nazaria...

-No, Tomás... No puede ser él... esta vez no -dijo la mujer entre sollozos.

-¿Quién, entonces...? ¡Cuando venga me va a oír! -respondió enfurecido.

La esclava, angustiada, escuchaba tras la puerta; no pudo soportar más y entró atropelladamente.

-Yo tomé el anillo -manifestó con un hilo de voz.

-¿Cómo...? -el rostro de la señora se transformó por el asombro y la cólera.

-¡Nazaria, tú...! ¿Por qué lo hiciste? ¿Dónde está? -inquirió Don Tomás.

-Me puse el anillo y el peinetón de la amita Consuelo, jugaba en el parque mirándome en el agua del pozo; tuve como un mareo, el anillo escapó de mi mano y cayó al aljibe...

Por más que rogaron y amenazaron siguió con la misma cantinela. Mariano, al enterarse del asunto lo comunicó al Brigadier Azcuénaga[3], jefe de policía de la ciudad y éste detuvo a la negrita, acusada de robar a sus amos, delito considerado de extrema gravedad. Ya en el presidio la condujeron de inmediato ante Monteagudo[4], juez designado por el Triunvirato que presidía Rivadavia. Monteagudo, el despiadado e infalible juez que odiaba a muerte a los negros y desconocía la palabra clemencia. Tras escuchar su breve declaración confesándose autora del robo, condenó a la acusada a la horca; la ejecución tendría lugar el próximo lunes al salir el sol. En atención al comportamiento de su esposo en las tropas nacionales, no sería en la plaza pública -donde recibían los reos el escarnio y las burlas del populacho-, sino en el patio del presidio.

-Doctor, -dijo balbuceando la pobre negrita-, tenga piedad... Le ruego por mi hijo... Cuando nazca se lo daré a unos amigos para que lo cuiden; entonces, podré morir tranquila...

-Ahora suplicas, negra inmunda... Antes no pensabas en él, ¿eh? El lunes. ¡Es mi última palabra! -gritó.

-Sí, Señor... -el guardia, obedeciendo a un gesto del magistrado, arrastró a la mujer hasta la celda. Monteagudo sonrió murmurando: "lástima que está en esas condiciones, sino me hubiese divertido un rato con ella. No es fea la negrita". Salió rumbo a la taberna, a comentar con los amigos un nuevo "fallo ejemplificador contra los sucios negros".

2 Justicia Divina

D

urante toda la noche la tormenta castigó con furor implacable; parecían haberse desatado las furias del averno: agua, granizo y un viento huracanado causaron cuantiosos daños en la ciudad y sus alrededores.

A pesar del mal tiempo, el cura de la Concepción, Don Nicolás Calvo[5], asistió a la reclusa fortaleciendo su espíritu. Instábale a contar al Señor sus pesares, para, por medio del Sacramento de la Confesión, poner su alma en gracia de Dios y obtener el perdón.

Nazaria se resistió al principio, mas ante la insistencia del sacerdote y ganada su voluntad por la buena disposición de éste, accedió. Contó su vida casi por entero, sin embargo evitó referirse al problema suscitado en casa de sus amos, motivo de su detención y condena.

El buen curita, procurando ayudar a la muchacha, fue encaminándose hacia la cuestión hasta que ella rompió a llorar, intentando relatar al mismo tiempo los pormenores de la desgracia que había caído sobre su cabeza, sin tener responsabilidad alguna en el hecho que se le atribuía.

-Entonces... ¿Tú no lo hiciste?

-No, padrecito -respondió prestamente, entre hipo e hipo.

-Sigo sin comprender... Si eres inocente, ¿por qué te declaraste culpable?

-Quería salvar al niño Mariano y evitar a sus padres el dolor de enfrentar al hijo con una acusación semejante.

-¡Claro! Sin contemplar que ponías en riesgo la vida de tu hijo, ¿no te importa, acaso?

-¡Sí, cómo no me va a importar! Pero, no encontré otra salida... Además, creo que el señorito es incapaz de algo así; ¡él es inocente!, lo mismo que yo.

-¡Hum! -se tomó el mentón, pensativo- trataré de ver al provisor del obispado, Don Diego Estanislao de Zavaleta[6]; él puede interceder ante el mismísimo Rivadavia, si es preciso.

-Su merced olvida que todo lo que le conté es un secreto de confesión, no puede decirlo.

La negrita tenía razón.

El curita dio algunos pasos por la celda, concentrado, buscando una pronta solución al problema.

-Padre Nicolás -dijo desde la puerta un guardia-, lo requieren para asistir a Don Lucas Méndez y Pidal, está agonizando; solicitan su presencia de inmediato.

-¡Ya voy! –se dirigió a Nazaria, la abrazó paternalmente y dejó un leve beso sobre su frente-, ten valor, hija mía, el Señor no te abandonará, ya verás. -Con los ojos húmedos, mordiéndose los labios de rabia e impotencia, salió del calabozo.

La prisionera quedó sola, sumida en sus cavilaciones, llorando y rezando a la vez. Faltaba tan poco para el amanecer… ¡Y para el fin!

El joven avanzaba lentamente, la tempestad arreciaba, cada charco era una trampa, la oscuridad se alteraba fugazmente con las llamaradas de los relámpagos y la intensidad del viento amenazaba con derribar a jinete y cabalgadura.

Múltiples obstáculos entorpecían la marcha, parecía que nunca llegaría a destino; mejor dicho, sí llegaría, pero tarde. El caballo daba muestras de cansancio, llevaba más de una hora de alocada carrera cuando arribó a las primeras calles de Buenos Aires; la ciudad aparecía desierta, desolada. "Únicamente un caso de vida o muerte puede obligar a alguien a salir de su casa” –pensó. Nunca un razonamiento más acertado. ¡Un caso de vida o muerte!

La negrita recordaba a su esposo combatiendo por la patria para lograr un mejor porvenir para sus hijos y, paradójicamente, su hijito no gozaría de oportunidad alguna, no tendría porvenir. ¡No tendría vida siquiera! ¡Qué injusticia!

De pronto rompió el silencio un galope, un galope desenfrenado.

-¡Alto, quién vive! -la enérgica voz del centinela rasgó el aire.

-¡Gracias a Dios! ¡A tiempo! No me hubiese perdonado en caso de llegar tarde.

La esclava reconoció la voz de Mariano. "¿Por qué tanto odio, niño?, quiso venir a mofarse e insultarme” –pensó con amargura.

El guardia en tanto, proseguía interrogando al visitante para identificarlo.

-Sí, soy Mariano Díaz de la Barrera, hijo de Don Tomás Díaz de la Barrera y vengo a ver a Nazaria Díaz, nuestra doncella, aquí prisionera. Deseo hablar con ella de inmediato.

-Perdone "Su Excelencia", no lo había reconocido; pase, pase usted. No hay problema. -El hombre apareció por el corredor, con el manojo de llaves en una mano y un farolito de sebo en la otra, abrió la puerta de la celda y franqueó la entrada al joven.

-¡Niño, perdón... perdón niño! -La muchacha cayó de rodillas ante Mariano.

-¡Levántate! Únicamente tienes que arrodillarte ante Dios. Además, soy yo quien debe pedir perdón. Por mis padres y por mí. No llores -el muchacho se inclinó y ayudó a la joven a incorporarse-. Como Don Tomás está de viaje, debo representarlo y actuar en su lugar.

-¿Y la señora...?

-Se encuentra en cama, esperando la llegada del médico; el disgusto que recibió hace unas horas fue terrible, le costará mucho reponerse...

-¡Pobre amita! Y yo no estaré para cuidarla, ¡Ay, mi señora...!

-Sí estarás, seguro que estarás, ¡mi fiel Nazaria! -Acarició la cabeza de la morena-. Anoche, con la fuerza del viento, cayó una gran rama del viejo aromo del parque, en ella tenía su nido una pareja de "leñateros"; fui a ver si se habían producido daños y entre los restos del nido algo atrajo mi atención. ¡Aquí está! Te lo envía mi madre. ¡Es tuyo! -Tendió a la esclava un primoroso pañuelito con el monograma de la patrona; ella lo tomó con timidez, desató las puntas anudadas y en su interior encontró la medalla del ejército otorgada a su marido. La acercó a los labios y comenzó a llenarla de besos. Con la ansiedad y el nerviosismo de sus movimientos hacia uno y otro lado, algo rodó por el suelo. El joven se inclinó, tomó el objeto y en la mano abierta mostró a Nazaria el magnífico anillo de oro y brillantes.



[1]/ Con la adaptación literaria correspondiente, este cuento se inspira en un episodio ocurrido en el ámbito familiar del autor. N. /A.

[2]/ Falucho: Apodo de Antonio Ruíz, liberto de color. Sirvió en el ejército libertador arg. desde 1812, y dando fe de su patriotismo murió fusilado en el "Real Felipe" (fuerte del Callao, Lima, Perú), defendiendo la bandera nacional, el 7 de febrero de 1824. / Tutor: Diccionario Enciclopédico Ilustrado, Edit. Sopena Arg., pág.436

[3]/ Tras la independencia, Azcuénaga fue el primer jefe de policía de la ciudad de Bs. As. Nota del Autor.

[4]/ Bernardo Monteagudo fue el primer Juez de la flamante república. N. /A.

[5]/ Iglesia y sacerdote del Buenos Aires colonial. N. /A.

[6]/ Don Diego Estanislao de Zavaleta: autoridad eclesiástica de la época. N. /A.

No hay comentarios:

Publicar un comentario